El decano de los seminaristas, Juan Honorio Huguet Gil |
Emmo. y Rvdmo. Sr. Arzobispo de Valencia.
Ilmo. Sr. Obispo Auxiliar
Ilmo. Sr. Rector del Seminario
Metropolitano “La Inmaculada”.
Ilmo. Sr. Vicario General – Moderador de la
Curia.
Ilmo. Sr. Rector del Real Colegio-Seminario
del Corpus Christi.
Ilmo. Sr. Rector del Colegio Mayor de la
Presentación y Santo Tomás de Villanueva.
Ilmo. Sr. Decano de la Facultad de Teología
San Vicente Ferrer.
Srs. Formadores.
Sacerdotes.
Hijas de Santa María del Corazón de Jesús.
Misioneras del Sagrado Corazón.
Queridos hermanos seminaristas.
Muy queridos Padres, hermanos, familiares y
amigos
Personal de servicio del Seminario
Hermanos y hermanas todos en Cristo Jesús.
“Su
misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. Estas palabras de la virgen son la mejor
lectura que se puede hacer de la historia, surgen de la profunda experiencia
del obrar de Dios que convierte la historia de los hombres en historia de
salvación ya que Él está a favor del hombre, manifestándole su amor
misericordioso.
Este año la celebración de
la Inmaculada tiene un color especial, ya que con ella empieza el año de la
misericordia. La historia de la salvación es la historia de la misericordia y
bondad divina, frente al pecado el Señor no actúa castigando a los culpables, sino
que abrirá un camino en el que contará con el compromiso activo del hombre para
esta obra de redención. Y en atención al centro de esta obra salvífica que es
la encarnación de Jesucristo, Dios escogió y preservó a María para que fuera la
madre del Salvador.
La importancia tan grande de
este hecho lo expresa bellamente san Bernardo de Claraval: “Mira que el Ángel
aguarda tu respuesta, ¡oh María! En tus manos está el precio de nuestra
salvación. Da pronto tu respuesta. Responde presto, ¡oh Virgen! Pronuncia, oh
Señora, la palabra y recibe al que es la palabra; pronuncia tu palabra y
concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra
eterna (…) Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta.
(…) Levántate, corre, abre”.
Así pues, Dios necesita del
hombre para llevar a cabo su obra. Su venida en carne dependía de la respuesta
de una joven de Nazaret. “Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María
estuvo preparada desde siempre por el amor del Padre para ser Arca de la
Alianza entre Dios y los hombres”). Esto es lo que celebramos en la fiesta de la
Inmaculada Concepción, que la gracia vence al pecado, celebramos que en María
se ha cumplido de forma plena aquello a lo que estamos llamados todos a vivir,
“ser santos e inmaculados ante Dios”. María, en quién no hay rastro de pecado,
goza de una completa libertad para poder realizar la voluntad de Dios, si
hubiese estado tocada del pecado original o de sus consecuencias, no lograría
tan ingenua abertura a la disposición de Dios.
Por todo esto el papa nos invita a empezar
este año jubilar mirando a María Inmaculada, ya que en ella se ve “el modo de
obrar de Dios desde los albores de nuestra historia. Después del pecado de Adán
y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto
pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor. En este misterio de la
Inmaculada concepción vemos que la gracia de Dios no solo consiste en perdonar
las faltas, sino que te preserva de cometerlas. La inmaculada concepción es
expresión del más grande deseo de perdón de Dios.
. Necesitamos poner la
mirada en María para ver cómo actuó Dios y para aprender de ella a mirar la
historia, de lo contrario caemos en la tristeza y en la desesperanza ante la
fuerza que tiene el mal, y ante el aparente fracaso de nuestros esfuerzos por
llevar los hombres a Dios.
María pasó por muchas
dificultades, por la experiencia del rechazo en el pesebre, fue partícipe del
rechazo que Jesús tuvo que experimentar en el monte de los Olivos (Mc 14, 34) y en la cruz (Mc 15, 34), pero a pesar de
éste sufrimiento siempre fue dichosa, precisamente porque en medio de todo esto
creyó, confío en Dios, guardó su palabra “Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo”, y también “no temas, María, porque has hallado gracia delante de
Dios”. Toda la vida de María la preparó para estar al pie de la cruz. Y allí
estuvo junto a su hijo, en el momento más oscuro y doloroso, cuándo los
discípulos habían huido. Ella permaneció al lado de su hijo, participando de su
sufrimiento. Y allí, en el Calvario, pudo observar como Jesús perdonaba a los
que lo estaban matando, vio cómo es Dios, vio lo que en realidad es el amor.
Deberíamos tener
constantemente nuestra mirada puesta en María para saber lo que es la Iglesia,
espíritu eclesial o comportamiento eclesial. María se manifiesta como la imagen
y arquetipo de la Iglesia. Es el arquetipo que lleva la ternura de Dios a los
hombres, porque los hombres necesitan a Dios, necesitan experimentar su amor
misericordioso, el Amor tan grande que nos ha tenido en la cruz. Porque no lo
olvidemos nunca, Jesucristo murió en la cruz por todos, sin excepción alguna.
Debemos mostrar el rostro de Cristo a los hombres, el mundo más que nunca
necesita ahora ver en la Iglesia el rostro de Cristo, de la misericordia. Decía
el papa san Juan Pablo II en 2002 “¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios
tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del
sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde
reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte
de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las
mentes y los corazones, y hacer que brote la paz”. Son palabras que no han
perdido actualidad ante la situación de nuestro mundo. Así pues la Iglesia debe
ser luz y sal ante las heridas del hombre de hoy. Heridas que reclaman una
mirada de misericordia. Las raíces de tanta violencia, injusticia, sufrimiento
y dolor están siempre en el alejamiento de Dios. Cuando el hombre olvida a
Dios, se pierde en el camino de la vida y se daña a sí mismo. Y esto es lo que
señala la Iglesia cuándo afirma que sin misericordia no habrá justicia, sin
misericordia el mal no hace más que aumentar, que solo la misericordia puede
terminar con el círculo vicioso de mal, y para mostrar esa misericordia no
podemos más que señalar a Jesucristo crucificado.
Uno se sorprende al ver que
muchos se encomiendan y amparan a la virgen María como madre, y en cambio rechazan a la Iglesia. ¿Por qué
no encuentran esa cercanía, esa acogida, ese rostro materno en la Iglesia?
Debemos mostrar que la Iglesia es madre que acoge a sus hijos y los lleva a
Dios, que cuida de ellos y les acerca la misericordia. Se nos pide a nosotros
hoy, lo mismo que san Pablo pedía a los cristianos Colosenses “Revestíos, pues, como elegidos de Dios,
santos y amados, de entrañas de misericordia, bondad, humildad, dulzura,
comprensión…” (Col 3,12).
Pero para que podamos llevar
a cabo esta misión que Cristo nos ha encomendado, antes debemos tener la
experiencia de María, que conserva las palabras de Dios en su corazón y
reconoce “que el Poderoso ha hecho obras grandes” en ella. Tenemos que pasar
por su misma experiencia, reconociendo que Dios continua obrando, y aunque
muchas veces no lo entendamos o parezca que hemos fracasado en nuestra misión,
debemos tener la seguridad que Dios es fiel siempre, y que cumple sus promesas.
Solo cuando uno está lleno de Dios, no puede más que entregarse a los hombres,
y al igual que María vio que faltaba vino, nosotros debemos ver las necesidades
de los hombres y como ella acudir al que es la Vid, de donde brota la verdadera
alegría, e insistir una y mil veces confiados en quién lo puede todo.
Pero María no es solo tipo y
modelo, sino también misericordiosa intercesora por la Iglesia y los
cristianos. Ella que dio a luz a Jesucristo, que se lo mostró a Juan el
Bautista, al pueblo gentil y a los apóstoles en las bodas de Caná, y lo
contempló crucificado, como salvación para el mundo entero, nos sigue llevando
a Jesucristo, quién nos la entregó como madre en la cruz. Por ser madre de
Dios, es la omnipotencia suplicante; por ser madre nuestra está siempre atenta
a nuestras necesidades, y así la vemos. “En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que
sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los
pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos
pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa” (Benedicto XVI, homilía de la Inmaculada 2005)
Pidamos a María Inmaculada
que vuelva a nosotros esos sus ojos misericordiosos para que experimentemos la
alegría de la ternura de Dios. Que la Iglesia permanezca junto a la cruz de
Jesús en los crucificados de nuestro mundo mostrando que por la resurrección,
la cruz se ha convertido en gloriosa, de donde brota la misericordia que sigue
alcanzando a los pueblos de generación en generación. Amén.
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