En
la misma creación, Dios creador mandó a las plantas que diera cada una
fruto según su propia especie: así también mandó a los cristianos, que
son como las plantas de su Iglesia viva, que cada uno diera un fruto de
devoción conforme a su calidad, estado y vocación.
La devoción,
insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de
una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una
viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la
devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios
y ocupaciones particulares de cada uno.
Dime, te ruego, mi
Filotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la
soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de
aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se
pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por
el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un
obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del
prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo,
desordenado o inadmisible?
Y, con todo, esta equivocación absurda
es de lo más frecuente. No ha de ser así; la devoción, en efecto,
mientras sea auténtica y sincera, nada destruye, sino que todo lo
perfecciona y completa, y, si alguna vez resulta de verdad contraria a
la vocación o estado de alguien, sin duda es porque se trata de una
falsa devoción.
De la Introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales
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