DISCURSO DEL PAPA
JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES Y SEMINARISTAS
EN EL SEMINARIO DE MONCADA
A LOS SACERDOTES Y SEMINARISTAS
EN EL SEMINARIO DE MONCADA
Moncada, lunes 8
de noviembre de 1982
Hemos vivido esta mañana una
jornada verdaderamente sacerdotal. Con la ordenación de un numeroso grupo de
jóvenes, que han recibido el sello de Cristo, para dedicarse al servicio de la
Iglesia.
1.Este nuevo encuentro, aquí
en el recinto del Seminario de Moncada, viene a prolongar las vivencias
sacerdotales que hemos compartido en la Misa de La Alameda, en el día
sacerdotal de mi viaje a España. Los nuevos presbíteros ordenados, los
sacerdotes y seminaristas presentes, me han hecho levantar el pensamiento a los
casi 23.000 sacerdotes diocesanos y 1.700 seminaristas mayores de España. Son
los que representáis aquí, en este momento. A ellos habría que añadir los
10.500 sacerdotes religiosos y 1.300 seminaristas.
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Sois los preferidos, los
íntimos del Señor. En la sociedad del siglo XX, sois los primeros amigos de
Jesús en tierra española. No olvidéis esta realidad, cuando el humano
cansancio, el dolor, la soledad o la incomprensión de los otros pueda rebajar
vuestro entusiasmo o poner una duda en vuestro espíritu.
3. Sé bien que la mayor
tentación y peligro en vuestra vida puede ser la del desaliento. Porque en el
mundo secularizado de hoy la figura del sacerdote no es a veces comprendida, ni
debidamente valorizada.
Hasta un cierto punto, no os
extrañe esto. ¿Cómo puede comprenderse sin visión de fe lo que tiene fundamento
en la panorámica de la eternidad? ¿Cómo puede comprender vuestro valor quien
parte de ópticas distintas?
Pero no son mayoría, ni mucho
menos, los que no aprecian lo que sois. Hay muchísimas personas, familias y
grupos que esperan lo que vosotros podéis dar: la palabra de salvación, los
sacramentos, el amor de Cristo, la orientación hacia una vida más moral y
humana. Si sois portadores auténticos de ese don, veréis que vuestra vida se
realiza plenamente en tal misión.
4. Por eso os animo a
continuarla con entusiasmo y espíritu de fe. Con una visión llena de esperanza
y optimismo. La que brota de saber que, en medio de las dificultades, está con
nosotros Aquel que nos comprende, ayuda y recoge el valor de cada esfuerzo
hecho por El. Querría quedarme con vosotros toda la tarde, pero el deber de la
caridad me reclama en la zona de las inundaciones y por eso he de dejaros, mis
queridos sacerdotes y seminaristas. Al levantar mis brazos para bendeciros,
quiero alargarlos para abrazaros a todos, como padre y hermano. Para pedir a
nuestra Madre común, la Madre de Jesús y nuestra, que Ella os haga los amigos
fieles del Amigo fiel. Así sea.
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